lunes, 17 de mayo de 2010

EL PEQUEÑO POETA

Alrededor del año 1910, vivía en Ensenada en un paraje que se conocía como “el barrio del farol”, un pequeño poeta de trece años, hijo de inmigrantes italianos.
Lo llamaban César por su nombre de bautismo.
Estaba escribiendo en el fondo de su casa, debajo de los sauces, embriagado por el perfume de las madreselvas. Su burbuja de poeta se mezclaba con el estado de ansiedad que le producía la espera de su padre, que hacía un tiempo había partido al campo para trabajar en procura de dinero que le permitiera sostener a su numerosa familia.

Cuando llegues del sur
cansado y somnoliento
te estrecharé entre mis brazos
para darte mi aliento.

Me contarás tu aventura
en los campos de trigo
con sus espigas doradas
mecidas por el viento.

María, su madre, proveniente de las lejanas tierras del Piemonte, además de los trabajos domésticos, criaba aves de corral y también ovejas, esquilaba y procesaba la lana con la que tejía abrigos para toda la familia.
El padre no llegaba y las provisiones se agotaban.
Una madrugada, César se despertó sobresaltado con la idea de ir a buscar trabajo al Frigorífico Swift. Se preparó y sin decir palabra, se dirigió a Berisso.
Se encontró con una multitud, todos con el mismo objetivo: conseguir trabajo. Adelante estaban los hombres más grandes formando como una muralla humana, desde la que se escuchaba todo tipo de súplicas.
De pronto, salió del edificio un señor rubio muy delgado que con un gesto autoritario señaló a varios de los presentes y les ordenó que lo siguieran. A él ni lo vio. Los demás aspirantes emprendieron el regreso con pasos pausados y cara de resignados.
El jovencito, volvió a su casa cuando la familia todavía no había desayunado. Su madre se estaba peinando y se sorprendió al verlo con una actitud que tal vez no era la habitual. No le dijo nada.
Durante el desayuno, el ambiente de tensión se había acentuado. En los días siguientes el episodio del frigorífico se repitió varias veces, pero César no perdía las esperanzas. Se refugiaba entre los árboles y su cuaderno de tapas duras donde poblaba las hojas blancas con palabras que brotaban entre el follaje de la ribera.
Una mañana, no salió a recibirlos el señor rubio y delgado, sino un hombre corpulento de cabellos rojizos que inmediatamente se dirigió a él y le preguntó: Usted ¿Qué sabe hacer?
El chico, con todo desparpajo le contestó: ¡De todo!
El señor, con una sonrisa burlona lo hizo pasar mientras escuchaba el murmullo de todos los que esperaban.
Cuando ingresó, un hombre de gesto muy severo y acento extranjero le tomó el nombre y lo mandó con el capataz de la tachería. César, estaba alborozado, era la mascota entre todos los hombres grandes. Cumplió religiosamente con la tarea que le habían asignado y cuando se hizo la hora de volver a su casa, el capataz le informó que lo habían aceptado por toda la quincena. Estaba muy contento, pero no sabía cómo justificar tantas horas fuera de su casa.
Al llegar, se encontró con su padre, que hablaba con sus hermanos. Tenía el rostro desencajado: a los sacrificados trabajadores no les habían pagado ni un centavo y habían tenido que escapar para que no los mataran.
La madre, resignada, había salido temprano a pedirle a una familia conocida que le diera ropa para lavar, y así procurarse algunos pesos para la comida. Con sus hermosos ojos tristones, María regresó con un gran paquete de harina. Enseguida se puso a amasar y pronto tuvieron en la mesa sabrosos tallarines.
Almorzaron todos juntos, pero muy impresionados por lo que le había sucedido a su padre. Cuando César pudo tomar la palabra, informó a su padre y a sus hermanos que estaba trabajando.
Su madre, en esos días, continuaba lavando. El chico de nuestra historia hacía los trabajos que le encomendaban con mucha responsabilidad, pero el tiempo se le tornaba interminable.
¡Cuándo llegaría la quincena para poder cobrar!
Faltaban pocos días para la quincena cuando sus vecinos lo habían invitado a ver el cometa Halley. Irían caminando adonde se encontraba el Museo de La Plata. El fue con sus amigos y observó el cometa como una gran lengua de fuego que estaba casi tocando el horizonte. Se tejían muchas historias, decían que cuando el cometa llegara a tocar la Tierra, sería el fin del mundo. A pesar de la excursión llegó a tiempo a su trabajo. Era el día de cobro. Cuando le tocó percibir su sueldo, sintió un estremecimiento en todo su cuerpo. Cuando tuvo el sobre en sus manos, no sabía en cuál de sus bolsillos estaría más seguro. Desprendió los botones del bolsillo interno de su campera y guardó el preciado tesoro.
César, nunca había corrido tan ligero por los descampados que unían Berisso con Ensenada. Llegó a su casa muy agitado y encontró a su madre preparando la comida. Se miraron sin decirse nada. El pequeño poeta, presa de gran emoción luchaba con sus dedos temblorosos para desprender los botones de su campera. Sacó el sobre y lo puso en las manos de su madre. La joven madre no pudo pronunciar palabra. Sólo atinaba a acariciar la rubia cabeza de su hijo y a estrecharlo junto a su pecho.

César miró el rostro de María y advirtió que se había transformado. Había tomado una expresión de placer, de gratitud, de esperanza. Los ojos azules habían adquirido un brillo particular cuando empezó a sonreír. La alegría había vuelto a su rostro. ¡Mamá estaba contenta!
El pequeño poeta experimentó una sensación nueva como si en su vida se abriera una ventana que lo impulsaría a luchar por la vida. De ahí en más la vida no sería tan difícil.
La burbuja ya lo había atrapado. Su mente se estaba poblando de nuevas estrofas. Se refugió en el fondo de su casa, donde lo esperaban el aroma de hierbas silvestres y su cuaderno de tapas duras.

No hay comentarios:

Publicar un comentario