lunes, 17 de mayo de 2010

AMOR DE INMIGRANTES

Noventa años en su último invierno. Su andar apresurado era precedido por un perfume fresco y dulzón. Sus manos en ademán de tarea decían que el ocio no había nacido para ella.
Conservaba los rasgos de un rostro hermoso entre son riente y preocupado, orlado por un blanco y sedoso rodete que nunca la abandonaba.
A mediados del año 1902, partió desde Castelfidardo, su añorado pueblo de Ancona, portando en su equipaje lo indispensable… y un valioso tesoro… cuidado… mimado.
Envuelto en papel de seda y ubicado en el lugar más seguro del baúl, el rico brocato negro y el vaporoso tul blanco, se habían plasmado en un magnífico traje de boda.
Sus amigas Marietta, Giuletta y Giovanna, con inusitado entusiasmo, habían hecho las últimas pruebas para que, allá lejos, la novia luciera esplendorosa.
La acompañaron alborozadas hasta el puerto, con la pro- mesa de escribirse, de no desvincularse.
Entre risas, besos y lágrimas, la despidieron junto a los amadísimos padres, que no cesaban de abrazarla y que jamás volvería a ver.
Teresa ascendió al inmenso vapor, que exhalaba desde su chimenea un humo oscuro, lleno de misterio.
Cuidando celosamente que toda su fortuna no se le escapara, se asomó por la borda mientras el barco comenzaba a zarpar moviéndose a cada lado mientras despegaba del puerto.
Desde tierra, en juego prodigioso de almas y pañuelos, la novia contempló el último saludo de todo lo que hasta entonces había sido su vida.
Veía cómo lentamente, sus cinco seres queridos se iban transformando en una antorcha que sentía como una imagen en su interior, mientras conmovida hasta las lágrimas, tocaba una medalla que pendía de su cuello, como queriendo grabar ese instante en eterna impronta.
A pocos días de llegar a la Argentina, salía radiante del razo de su flamante esposo de la Iglesia Nuestra Señora de La Merced de la Ensenada de Barragán.
La miraban rostros nuevos, curiosos, asombrados… Las niñas casaderas, tímidamente acariciaban la pesada falda y el livianísimo manto.
La brisa ribereña acarició los rostros sonrientes, mientras los novios marchaban por la calle La Merced, en un paseo inolvidable que los llevaría hasta su nueva morada, instalada para siempre.
Su vida fue como la de muchos inmigrantes, de trabajo, de dolor, de amor.
Rodeada de sus hijos y de sus nietos, con el tiempo se había convertido en una reliquia. En las últimas semanas casi no hablaba, se había tornado en un cuerpo quieto, casi ausente.
Una mañana soleada de primavera, tomó un ovillo de lana y unas agujas que su nieta menor había dejado sobre la mesa e intentó comenzar un tejido. No pudo. Se quedó
casi inmóvil.
Destacadísima artesana de las prendas de punto, no logró manejar la hebra con las agujas.
Por la tarde del mismo día, una de sus nietas se quedó cuidándola. No la reconoció, no le contestaba.
La jovencita la mimaba y le hablaba, sin obtener respuestas.
De repente la Nonna Teresa comenzó a acariciar su medalla y a mecerse en su sillón de blandos almohadones y a refugiarse en un raro soliloquio.
“…Oggi la nave sembra si mueva poco, non c´è tormenta, il mare è calmo…¿Mancherá molto per arrivare…?
(“…Hoy parece que la nave se moviera poco, el mar está calmo… no hay tormenta… Faltará mucho para llegar…?
De pronto, la joven, con toda su frescura le susurró:
Nonna: ¿Tenés novio?
Teresa abrió sus ojos y le respondió:
-Yo sí, ¿Y tú?
- ¡ Sí, Nonna!
Con alegría desbordante y casi bailando, la muchacha le contaba a su abuela, que la miraba atónita.
-Ésta noche vendrá a buscarme para ir a bailar. Tiene un mechón rubio que le cae sobre la frente, y cuando habla y sonríe es tan hermoso…
Teresa la miró como intrigada y sorpresivamente se incorporó. Su cara cobró vida como un flor en el desierto después de la lluvia…y juntando las manos como queriendo aprisionar algo muy querido juntom a su pecho, musitó con infinita ter- nura:
- Il mio fidanzatto é molto bello quando sorride…
(- Mi novio es muy bello cuando sonríe…)
Y haciendo un mohín coqueto mientras movía la cabeza a cada lado:
- E quando non sorride!
La Nonna Teresa se acercó afectuosamente a su nieta, y mientras la tomaba de la mano, le dijo en voz muy baja como en secreto:
- Ha un dolce sguardo e bellíssimi baffi.
(-Tiene una dulce mirada y bellísimos bigotes).
Su sonrisa se acentuó en un instante y sus ojos se tornaron límpidos, transparentes, como mirando al horizonte…
-¡E sonno cosi innamorata!
- Si chiama Vincenzo, e mi sta sperando
(-¡Estoy tan enamorada!)
(- Se llama Vicente, y me está esperando).
EL DIA DEL ARCO IRIS

Mirella se levantó muy temprano y fue caminando muy lentamente hacia la playa, que quedaba a unos siete kilómetros de su casa.
Transcurría el año 1890, y como era costumbre de esa época, siendo la menor de los hermanos, debía consagrar su vida al cuidado de sus padres.
El contacto con la naturaleza le producía placer, la transportaba a un sitio imaginario que le otorgaba mucha paz el simple hecho de contemplar cómo las olas del Mar Adriático acariciaban la arena le hacía olvidar su realidad.
La niña, que tenía sólo quince años, había cumplido fielmente con el mandato que le había tocado en suerte. Ella creyó desde su infancia que llegaría a ver a sus padres muy ancianos, y que estaría mucho tiempo rodeada del cariño que le prodigaban.
Pero la vida la enfrentó con otra situación porque su padre había fallecido hacía pocos años, sus hermanos se habían casado y vivían en América, y Luisa, su madre…hacía dos días que su cuerpo había recibido cristiana sepultura.
Los dos últimos años habían sido para la niña de trabajo constante porque su mamá padecía de una dolencia cardíaca que la obligaba a guardar reposo.
Todas las mañanas se levantaba muy temprano y se ocupaba de atender una chacra que siempre había sido el medio de vida de su familia.
La niña, menuda, grácil, de una llamativa suavidad, atendía amablemente a las personas que se acercaban a comprar los productos. Después hacía las tareas de la casa y cuidaba a su madre, que en los últimos meses se había agravado.
Tenía buenas amigas con las que pasaba momentos muy gratos. Muchas veces la habían invitado a participar de los festejos que se llevaban a cabo en Numana, donde las jóvenes casaderas se contactaban con posibles pretendientes. Ella no iba, no estaba acostumbrada a salir para divertirse. No formaría familia, tendría otro destino por una ley no escrita que conocía desde muy pequeña.
Luisa, de una dulzura pocas veces vista, la trataba amorosamente, le decía cuán bonita era y le acariciaba las manos. Por las tardes se quedaban ambas leyendo y atendiendo a algunos amigos que iban a visitarlas.
Una tarde, la respiración de la enferma se tornó dificultosa y Mirella rápidamente le dio el té de hierbas que el médico le había indicado. Al anochecer, Luisa empezó a calmarse y a sentirse mejor, y comenzó a decirle a su hija:”Querida…creí que me moría, y como siempre te veo chiquita, hay un tema del que nunca hemos hablado; cuando pensé que era mi último día, tuve presente lo que me encargó tu papá antes de morir: me dijo que si te quedabas sola, tu destino tenía dos caminos: el matrimonio o el convento”.
En los últimos meses se había acercado un señor varios años mayor que ella, muy amable y muy rico, pero ella no lo amaba. Mirella, de un espíritu sumamente romántico, no concebía el matrimonio sin amor.
Los primeros días después del sepelio, estuvo rodeada de familiares y amigos que la colmaban de consejos. Le proponían que cuando pasara un tiempo, harían una reunión para presentarle un muchacho. Le sugerían nombres, pero ella no se entusiasmaba. La pérdida de su madre la había sorprendido llevando una vida rutinaria que le había proporcionado tranquilidad y paz de conciencia, pero sin estar preparada para tomar una decisión tan importante en la vida.
Una tarde, con la visita de varios clientes, la jovencita terminó la jornada y se disponía a descansar, cuando advirtió que varios hombres desconocidos rodeaban su casa.
Presa de gran temor, no sabía qué actitud tomar, cuando vio por la ventana
que los padres de su mejor amiga, acudían para ayudarla. La llevaron con ellos y le brindaron protección.
Pasaron varios días y una mañana llegaron a la casa de sus amigos en un carruaje con dos monjas y un sacerdote, que sin muchas explicaciones, se llevaron a la niña.
Mirella, bañada en lágrimas, advirtió que después de varias horas de viaje llegaban a una gran ciudad que tenía las calles empedradas e importantes construcciones.
El carruaje se detuvo frente a un antiguo templo. Le preguntó a una de las monjas adónde habían llegado y la religiosa le contestó que estaban en el Convento de la Purificación.
Llevada ante la Superiora, con gran severidad y con pocas palabras, le presentó a la Hermana Virginia, a quien de ahí en adelante debía obedecer. Le informaron que después del noviciado, haría los votos perpetuos.
Mirella cumplió con las obligaciones impuestas. En el convento no estaba permitida la amistad, pero a pesar de ello, se había sincerado con Magdalena, una jovencita de su misma edad que había ingresado la semana anterior.
Magdalena no tomaba muy en serio los reglamentos de la congregación, porque esperaba que en cualquier momento su hermana fuera a buscarla. Le refería con mucha alegría que cada mañana esperaba irse del convento para empezar una vida nueva.
Mirella, cuando se fue a confesar, se guardó el pecado de la amistad. Esa mañana no comulgó, no se sentía en "gracia de Dios”.
Entonces volvió al sacerdote y le refirió que había entablado amistad con otra novicia. Pero a pesar de la indagatoria del confesor, la jovencita no dio el nombre de su amiga. El Padre José le ordenó que permaneciera toda la mañana en la capilla rezando el rosario hasta que sonaran las campanadas de las doce llamando al comedor.
Había llovido torrencialmente toda la noche y reinaba en el templo
una gran oscuridad.
De pronto la lluvia cesó y comenzó a aclarar. Mirella se asomó por la puerta entreabierta y contempló cómo las gotas pendían de las hojas de los árboles, cómo lucían lustrosas las flores del parque y, al levantar la vista se asombró al ver que se había formado el arco iris.
Muy conmovida por el maravilloso espectáculo, advirtió que se acercaba hacia el tempo, un joven que portaba en sus manos varios elementos.
A cada paso, se volvía para contemplar el cielo hasta que, finalmente entró en la capilla y subió al andamio Era el pintor que estaba haciendo un trabajo en la cúpula.
Ella volvió a su lugar de rezo. El pintor bajó de los andamios, se le acercó y muy amablemente le pidió que no se moviera. Contemplaba su rostro y, voz muy grave, le levantó el mentón y le pidió que mirara su rosario. La joven se estremeció y trató de tranquilizarse. Emilio bajaba periódicamente de la cúpula para acomodar el rostro de la novicia.
Cuando sonaron las campanadas, ella no se animó a decirle que debía irse. El estaba tan compenetrado en su trabajo, que no advertía el paso del tiempo. Ella se quedó inmóvil. Cuando Emilio bajó, estaba radiante de felicidad. La pintura había quedado hermosa, el joven pintor no cesaba de mirar la cúpula ,y de contemplar el rostro de la ocasional modelo.
Ella era muy delgada, tenía los ojos oscuros, que contrastaban con su cutis blanquísimo De repente, Emilio se le acercó, y muy conmovido, la abrazó y le dijo
¡Gracias! La joven sintió que su cuerpo un gran temblor y que su corazón galopaba. Pensó que esos días habían sido los más pecadores de su vida. Había acumulado los pecados de la amistad, y ahora los que no podía ni describir. Las cuentas del rosario delataban su temblor. La joven novicia se incorporó y esbozó una sonrisa mirando tímidamente los ojos de Emilio, que no cesaba de mirarla.
En ese instante, entró la Hermana Virginia que horrorizada, mandó a Mirella a hablar con la Superiora, que no la recibió porque estaba ocupada.
Mirella se encontró con Magdalena y llorando, le contó todo a su amiga, que no podía disimular su alborozo. No temas, le dijo, al mismo tiempo que le palmeaba la espalda
En el comedor, le tocaba a Magdalena dirigir la oración. Mirella estaba presa de una gran confusión. Por un lado, se sentía inocente, pero por otro lado, había experimentado un gran placer ¿Cómo haría para comulgar con tan horroroso pecado?
Ella quiso hablar con el Padre José, porque a pesar de sus sensaciones, tenía la convicción de que Emilio no había querido ofenderla sólo agradecerle haber podido realizar su valorada obra.
La imagen de Emilio no la abandonaba. Recordaba su sonrisa amplísima, sus ojos del color de aquel mar que ella tanto amaba, su cabello rubio y rizado...el torso robusto...su aliento...su abrazo.
Se respiraba en el convento una atmósfera de tensión. Hacía dos días que Mirella no confesaba ni comulgaba. Ella sentía el vacío de las demás novicias, excepto de Magdalena que, mirándola con complicidad, le entregó una hoja de papel muy doblada. La muchacha encontró un momento para leer el mensaje que le había enviado Emilio
Temblando, comenzó a leer las bellas palabras donde el joven le confesaba la hermosa sensación que le causaba su proximidad. Le comunicaba que había sido expulsado, pero que el portero era un amigo y los ayudaría. Le pedía que abandonara el convento para ser su esposa.
Mirella estaba sumamente conmovida; aprisionó el mensaje en el bolsillo hábito cuando fue citada par conversar con la Hermana Superiora.
Ante la máxima autoridad, debió escuchar los más duros reproches y fue informada que en la semana, en una ceremonia donde asistirían todas las novicias, se le comunicaría cuál sería su castigo.
Le ordenaron que permaneciera en su habitación, que compartía con novicias con las que no había cambiado palabra.
Mirella, con gran angustia buscó a su amiga, pero no la encontró Su hermana había ido a buscarla.
No pudo dormir en toda la noche. Cuando aclaró, se levantó y se dirigió a la capilla. No podía evitar contemplar la pintura. El aroma de los materiales utilizados, contribuía a revivir los momentos sublimes que había vivido hacía pocos días.
El portero la vio y se le acercó. Con un gesto de solidaridad le entregó un mensaje de Emilio en el que le decía que hiciera todo lo posible por llegar hasta la puerta. Allí él la estaría esperando en un carruaje; que confiara en su amigo, que la ayudaría a escapar.
Viajaron hasta Ancona, a un pueblo llamad Castelfidardo, donde vivía Magdalena y su hermana que los esperaban con ansiedad en una antigua casa frente al Convento de las Monjas Benedictinas.
Las campanas repicaron un mediodía luminoso del mes de mayo, mientras los vecinos caminaban presurosos hacia el templo.
Nunca se supo cómo el Padre José llegó a la iglesia instantes antes de la ceremonia, pero sí que fue él quien muy emocionado unió en matrimonio a los enamorados.
Los flamantes esposos salieron radiantes del altar tomados del brazo; mientras una música celestial los acompañó hasta el atrio, donde recibieron muchos saludos con augurios de felicidad.
La sonrisa de Magdalena resaltaba entre todos los presentes, cuando con mucho amor, esperó a sus amigos para estrecharlos contra su pecho.
La novia lucía esplendorosa con su impecable hábito de novicia. Ceñía su cintura una tela envolvente de seda que caía graciosamente a la altura del ruedo. Cubría su cabeza un enorme manto de tul sujeto con una pequeña corona de flores silvestres que su fiel amiga había prendido en su cabello, haciendo juego con un gran ramo que aprisionaba su mano temblorosa.

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DON GIUSEPPE

Desde el amplio ventanal de la cocina, Isabella observó que un desconocido dejaba algo en el buzón de su casa. Rápidamente, motivada por la curiosidad, atravesó el amplio parque acariciado por la fresca brisa de las tempranas horas de un día luminoso.
Las ramas de los arbustos situados junto al cerco, se movían tiñendo de verde y azul el escenario donde brillaba como protagonista una precaria carta firmada por Roberto.
Caminando lentamente, la joven mujer comenzó a leer mientras la invadía un estado emocional que apenas le permitía sostener el pequeño papel entre sus manos. Le decía que la amaba, que jamás la había olvidado, que con ella había vivido los momentos más maravillosos de su vida…que deseaba fervientemente volver a verla…que la esperaría en el lugar donde siempre se despedían…a la misma hora…que iría el lunes, el martes y el miércoles para facilitar el encuentro cuando ella pudiera acercarse hasta la memorable esquina.
Con la luz de la mañana, su nube se mezclaba con el aroma a café y a tostadas mientras preparaba el desayuno para sus pequeños. Los niños se disputaban una pelota y jugando, rompieron un vidrio. No los reprendió, los dejó vivir en su infancia alegre y bullanguera.
Isabella guardaba la carta en el bolsillo de su camisa, y a cada rato la sacaba para volver a leerla. No podía evitar sustraerse de mirar esa letra, esos trazos que en otro momento de su vida significaron pequeños deleites en su vida cotidiana. Estaba presa de una sensación de placer y de miedo, que no le permitía otra cosa que revivir su romance adolescente.
Comenzó a recordar que estando en quinto año, deseaba llegar al Colegio para ver a su amado, para que le sonriera dándole una palmadita en la espalda mientras le susurraba ¡Hola Flaca! ¿Qué te explico? Y el jovencito le explicaba lo que ella ya sabía; lo había estudiado todo prolijamente. Sólo quería que la embriagara con su su voz grave y pausada, con el perfume que exhalaba su camisa siempre impecable, con el movimiento de su mechón lacio que caía en su rostro querido, con su aliento arrobador.
Cuando estaban en el aula y se miraban, los ojos de ambos brillaban, no eran necesarias las palabras, los mensajes gestuales eran constantes. Después en el patio, Roberto le soplaba el flequillo, “ para refrescarle las ideas”.
¡Qué hermoso era regresar del Colegio llevando las flores que él robaba de un cerco para regalárselas! Una tarde, el dueño de casa, Don Giuseppe que era muy viejito, los esperó y mientras las ataba con una cinta de color rojo, verde y blanco, les obsequió rosas que él mismo cultivaba…los abrazó muy emocionado y en un dulcísimo italiano les deseó suerte y se quedó parado hasta que se fueron. Desde ese día, Roberto se animó a llevarla del hombre, e Isabella a tomarlo por la cintura.
Caminaban juntos hasta una antigua mansión que tenía unas misteriosas esculturas .Él después continuaba su camino para tomar el colectivo, ella transitaba una cuadra sintiendo que su cuerpo palpitaba todo entero, que la risa le salía del alma.
Roberto estaba radiante, dichoso, sonreía permanentemente… hasta que terminaron las clases.
Isabella volvió a la realidad presa de una gran confusión.; el futuro próximo se le presentaba difícil, conflictivo. Empezó a recordar con tristeza lo que ocurrió en el baile de graduación: él no bailó con nadie; elegantemente vestido, se quedó sentado toda la noche conversando con otras personas.
Ella, con qué ilusión se preparó para la fiesta. Se duchó, se puso cantando su vestido blanco, se maquilló suavemente y se perfumó mirándose varias veces en el espejo, imaginándolo a su lado, y pensando en su abrazo, en un beso diferente al de todos los días.
Todos los compañeros se saludaban cariñosamente, se besaban afectuosamente con los padres, con los abuelos. Cuando terminó la entrega de diplomas y comenzaron los
primeros compases del vals, Isabella no dejó de mirarlo y de sonreírle, advirtiendo con incredulidad creciente, que no se le acercaba, que no iría a su encuentro…y comenzó a temblar, a sentirse como paralizada. La joven recordó que dos chicas muy simpáticas de la otra división lo fueron a buscar y lo llevaron obligado a integrar una ronda.; todos reían, mientras ella, interiormente, lloraba. El baile estuvo hermoso, divertido, ella bailó toda la noche, pero riendo por fuera.
Esa noche, cuando llegó a su casa con las sandalias en la mano y la rosa deshojándose, se dejó caer exhausta en el sillón del living, mientras su madre, intrigada, levantaba el diploma simbólico que Isabella descuidadamente habías dejado caer en la vereda. Fue su noche más triste.
Lo extrañó, lo esperó, lo soñó. Varias veces se vio en sueños colgada de su brazo para siempre. Y lloró, lloró mucho.
Una brisa llevó lentamente su esperanza como los pétalos de aquella rosa, pero nunca del todo. Fantaseaba con encontrarlo en cualquier parte, en las calles, en el cine, en una heladería, entre las multitudes… hasta que apareció Fernando.
Fernando, un hombre fuerte, seguro, decidido a luchar juntos, sin el espíritu romántico que ella anhelaba, pero inspirador de una gran confianza, de una enorme seguridad. En sus brazos se sintió cobijada como en un manto de ternura. Todo era mucho más fácil con sus pocas palabras, con sus ideas concretas. Honrado, sincero, vigoroso, sin dobleces. Bastaba un gesto de aprobación para que todo quedara resuelto.
Isabella leyó nuevamente la carta. La esperaría en la esquina de la vieja mansión el mismo día a la misma hora donde siempre se despedían , al siguiente o al subsiguiente.
La invadía una gran ansiedad, experimentaba mucho temor pensando en el momento de encontrarlo. Tenía clarísimo que jamás traicionaría a su esposo, porque él no se lo merecía., porque sentía un gran cariño, un gran respeto, una enorme valoración, una gran admiración.
¿Y si faltaba a la cita? ¿Podría tolerar el último día imaginándolo parado espèrándola inútilmente?
Pasaron dos días con una lentitud que colocaba a Isabella en situación de stress. Presa de una gran tensión, y de angustiantes cavilaciones, no sabía cómo resolverlo. Cómo haría para contárselo todo sin ponerse a llorar?
Desde que dejaron de verse, ella siempre había dialogado con la imagen interna que quedó en su alma. Robertino estaba presente en los momentos de incertidumbre, de dudas.
Fue para ella una gran sorpresa después de tanto tiempo saber que había sido tan importante en su vida.
Se repetía a cada minuto: ¿Qué hago en esta encrucijada? ¿ Y si me espera sonriendo con una flor?
De repente, su mente se hundió como en una nebulosa. Se sentía como afiebrada, con palpitaciones, temblaba, transpiraba.
Comenzó a oír los compases de un vals, que fueron desapareciendo. Quería correr hacia su casa y no podía, las piernas no le respondían. Llevaba en sus manos unas flores con una cinta tricolor que de pronto no las tuvo más.¿Se le habían caído?
Empezó a sentir el cuerpo muy cansado, le costaba moverse, escuchaba voces y sonidos extraños, conversaciones de desconocidos. Al pretender buscar las flores no pudo agacharse. Sintió que dos manos muy grandes aprisionaban las suyas. Y sus irritados ojos comenzaron a percibir imágenes nubladas de paredes muy blancas. Un olor extraño invadía su entorno, no era el de su casa.
Le costaba mucho abrir los ojos. La imagen de Roberto le sonreía.. Paulatinamente comenzó a poder abrir los ojos con naturalidad y a sentirse incómoda en una cama dura. El rostro de Roberto perdía nitidez.
Una voz que no era la de Roberto le decía al oído:”Chiquita, no te asustes, ya pasó todo…estarás bien en pocos días. Te operaron, nos diste un gran susto, pero ya pasó”.
La imagen comenzó a tomar paulatinamente los rasgos fisonómicos de Fernando, con su habitual gesto de asentimiento.
Respiró profundamente en su lecho y experimentó un gran alivio. Fernando la acariciaba con sus inmensas manos mientras le decía:”…quédate tranquilita, estaré a tu lado, trata de dormir otro poquito. Los chicos te mandan un beso. Están con tu mamá…”
EL PEQUEÑO POETA

Alrededor del año 1910, vivía en Ensenada en un paraje que se conocía como “el barrio del farol”, un pequeño poeta de trece años, hijo de inmigrantes italianos.
Lo llamaban César por su nombre de bautismo.
Estaba escribiendo en el fondo de su casa, debajo de los sauces, embriagado por el perfume de las madreselvas. Su burbuja de poeta se mezclaba con el estado de ansiedad que le producía la espera de su padre, que hacía un tiempo había partido al campo para trabajar en procura de dinero que le permitiera sostener a su numerosa familia.

Cuando llegues del sur
cansado y somnoliento
te estrecharé entre mis brazos
para darte mi aliento.

Me contarás tu aventura
en los campos de trigo
con sus espigas doradas
mecidas por el viento.

María, su madre, proveniente de las lejanas tierras del Piemonte, además de los trabajos domésticos, criaba aves de corral y también ovejas, esquilaba y procesaba la lana con la que tejía abrigos para toda la familia.
El padre no llegaba y las provisiones se agotaban.
Una madrugada, César se despertó sobresaltado con la idea de ir a buscar trabajo al Frigorífico Swift. Se preparó y sin decir palabra, se dirigió a Berisso.
Se encontró con una multitud, todos con el mismo objetivo: conseguir trabajo. Adelante estaban los hombres más grandes formando como una muralla humana, desde la que se escuchaba todo tipo de súplicas.
De pronto, salió del edificio un señor rubio muy delgado que con un gesto autoritario señaló a varios de los presentes y les ordenó que lo siguieran. A él ni lo vio. Los demás aspirantes emprendieron el regreso con pasos pausados y cara de resignados.
El jovencito, volvió a su casa cuando la familia todavía no había desayunado. Su madre se estaba peinando y se sorprendió al verlo con una actitud que tal vez no era la habitual. No le dijo nada.
Durante el desayuno, el ambiente de tensión se había acentuado. En los días siguientes el episodio del frigorífico se repitió varias veces, pero César no perdía las esperanzas. Se refugiaba entre los árboles y su cuaderno de tapas duras donde poblaba las hojas blancas con palabras que brotaban entre el follaje de la ribera.
Una mañana, no salió a recibirlos el señor rubio y delgado, sino un hombre corpulento de cabellos rojizos que inmediatamente se dirigió a él y le preguntó: Usted ¿Qué sabe hacer?
El chico, con todo desparpajo le contestó: ¡De todo!
El señor, con una sonrisa burlona lo hizo pasar mientras escuchaba el murmullo de todos los que esperaban.
Cuando ingresó, un hombre de gesto muy severo y acento extranjero le tomó el nombre y lo mandó con el capataz de la tachería. César, estaba alborozado, era la mascota entre todos los hombres grandes. Cumplió religiosamente con la tarea que le habían asignado y cuando se hizo la hora de volver a su casa, el capataz le informó que lo habían aceptado por toda la quincena. Estaba muy contento, pero no sabía cómo justificar tantas horas fuera de su casa.
Al llegar, se encontró con su padre, que hablaba con sus hermanos. Tenía el rostro desencajado: a los sacrificados trabajadores no les habían pagado ni un centavo y habían tenido que escapar para que no los mataran.
La madre, resignada, había salido temprano a pedirle a una familia conocida que le diera ropa para lavar, y así procurarse algunos pesos para la comida. Con sus hermosos ojos tristones, María regresó con un gran paquete de harina. Enseguida se puso a amasar y pronto tuvieron en la mesa sabrosos tallarines.
Almorzaron todos juntos, pero muy impresionados por lo que le había sucedido a su padre. Cuando César pudo tomar la palabra, informó a su padre y a sus hermanos que estaba trabajando.
Su madre, en esos días, continuaba lavando. El chico de nuestra historia hacía los trabajos que le encomendaban con mucha responsabilidad, pero el tiempo se le tornaba interminable.
¡Cuándo llegaría la quincena para poder cobrar!
Faltaban pocos días para la quincena cuando sus vecinos lo habían invitado a ver el cometa Halley. Irían caminando adonde se encontraba el Museo de La Plata. El fue con sus amigos y observó el cometa como una gran lengua de fuego que estaba casi tocando el horizonte. Se tejían muchas historias, decían que cuando el cometa llegara a tocar la Tierra, sería el fin del mundo. A pesar de la excursión llegó a tiempo a su trabajo. Era el día de cobro. Cuando le tocó percibir su sueldo, sintió un estremecimiento en todo su cuerpo. Cuando tuvo el sobre en sus manos, no sabía en cuál de sus bolsillos estaría más seguro. Desprendió los botones del bolsillo interno de su campera y guardó el preciado tesoro.
César, nunca había corrido tan ligero por los descampados que unían Berisso con Ensenada. Llegó a su casa muy agitado y encontró a su madre preparando la comida. Se miraron sin decirse nada. El pequeño poeta, presa de gran emoción luchaba con sus dedos temblorosos para desprender los botones de su campera. Sacó el sobre y lo puso en las manos de su madre. La joven madre no pudo pronunciar palabra. Sólo atinaba a acariciar la rubia cabeza de su hijo y a estrecharlo junto a su pecho.

César miró el rostro de María y advirtió que se había transformado. Había tomado una expresión de placer, de gratitud, de esperanza. Los ojos azules habían adquirido un brillo particular cuando empezó a sonreír. La alegría había vuelto a su rostro. ¡Mamá estaba contenta!
El pequeño poeta experimentó una sensación nueva como si en su vida se abriera una ventana que lo impulsaría a luchar por la vida. De ahí en más la vida no sería tan difícil.
La burbuja ya lo había atrapado. Su mente se estaba poblando de nuevas estrofas. Se refugió en el fondo de su casa, donde lo esperaban el aroma de hierbas silvestres y su cuaderno de tapas duras.