lunes, 17 de mayo de 2010

EL DIA DEL ARCO IRIS

Mirella se levantó muy temprano y fue caminando muy lentamente hacia la playa, que quedaba a unos siete kilómetros de su casa.
Transcurría el año 1890, y como era costumbre de esa época, siendo la menor de los hermanos, debía consagrar su vida al cuidado de sus padres.
El contacto con la naturaleza le producía placer, la transportaba a un sitio imaginario que le otorgaba mucha paz el simple hecho de contemplar cómo las olas del Mar Adriático acariciaban la arena le hacía olvidar su realidad.
La niña, que tenía sólo quince años, había cumplido fielmente con el mandato que le había tocado en suerte. Ella creyó desde su infancia que llegaría a ver a sus padres muy ancianos, y que estaría mucho tiempo rodeada del cariño que le prodigaban.
Pero la vida la enfrentó con otra situación porque su padre había fallecido hacía pocos años, sus hermanos se habían casado y vivían en América, y Luisa, su madre…hacía dos días que su cuerpo había recibido cristiana sepultura.
Los dos últimos años habían sido para la niña de trabajo constante porque su mamá padecía de una dolencia cardíaca que la obligaba a guardar reposo.
Todas las mañanas se levantaba muy temprano y se ocupaba de atender una chacra que siempre había sido el medio de vida de su familia.
La niña, menuda, grácil, de una llamativa suavidad, atendía amablemente a las personas que se acercaban a comprar los productos. Después hacía las tareas de la casa y cuidaba a su madre, que en los últimos meses se había agravado.
Tenía buenas amigas con las que pasaba momentos muy gratos. Muchas veces la habían invitado a participar de los festejos que se llevaban a cabo en Numana, donde las jóvenes casaderas se contactaban con posibles pretendientes. Ella no iba, no estaba acostumbrada a salir para divertirse. No formaría familia, tendría otro destino por una ley no escrita que conocía desde muy pequeña.
Luisa, de una dulzura pocas veces vista, la trataba amorosamente, le decía cuán bonita era y le acariciaba las manos. Por las tardes se quedaban ambas leyendo y atendiendo a algunos amigos que iban a visitarlas.
Una tarde, la respiración de la enferma se tornó dificultosa y Mirella rápidamente le dio el té de hierbas que el médico le había indicado. Al anochecer, Luisa empezó a calmarse y a sentirse mejor, y comenzó a decirle a su hija:”Querida…creí que me moría, y como siempre te veo chiquita, hay un tema del que nunca hemos hablado; cuando pensé que era mi último día, tuve presente lo que me encargó tu papá antes de morir: me dijo que si te quedabas sola, tu destino tenía dos caminos: el matrimonio o el convento”.
En los últimos meses se había acercado un señor varios años mayor que ella, muy amable y muy rico, pero ella no lo amaba. Mirella, de un espíritu sumamente romántico, no concebía el matrimonio sin amor.
Los primeros días después del sepelio, estuvo rodeada de familiares y amigos que la colmaban de consejos. Le proponían que cuando pasara un tiempo, harían una reunión para presentarle un muchacho. Le sugerían nombres, pero ella no se entusiasmaba. La pérdida de su madre la había sorprendido llevando una vida rutinaria que le había proporcionado tranquilidad y paz de conciencia, pero sin estar preparada para tomar una decisión tan importante en la vida.
Una tarde, con la visita de varios clientes, la jovencita terminó la jornada y se disponía a descansar, cuando advirtió que varios hombres desconocidos rodeaban su casa.
Presa de gran temor, no sabía qué actitud tomar, cuando vio por la ventana
que los padres de su mejor amiga, acudían para ayudarla. La llevaron con ellos y le brindaron protección.
Pasaron varios días y una mañana llegaron a la casa de sus amigos en un carruaje con dos monjas y un sacerdote, que sin muchas explicaciones, se llevaron a la niña.
Mirella, bañada en lágrimas, advirtió que después de varias horas de viaje llegaban a una gran ciudad que tenía las calles empedradas e importantes construcciones.
El carruaje se detuvo frente a un antiguo templo. Le preguntó a una de las monjas adónde habían llegado y la religiosa le contestó que estaban en el Convento de la Purificación.
Llevada ante la Superiora, con gran severidad y con pocas palabras, le presentó a la Hermana Virginia, a quien de ahí en adelante debía obedecer. Le informaron que después del noviciado, haría los votos perpetuos.
Mirella cumplió con las obligaciones impuestas. En el convento no estaba permitida la amistad, pero a pesar de ello, se había sincerado con Magdalena, una jovencita de su misma edad que había ingresado la semana anterior.
Magdalena no tomaba muy en serio los reglamentos de la congregación, porque esperaba que en cualquier momento su hermana fuera a buscarla. Le refería con mucha alegría que cada mañana esperaba irse del convento para empezar una vida nueva.
Mirella, cuando se fue a confesar, se guardó el pecado de la amistad. Esa mañana no comulgó, no se sentía en "gracia de Dios”.
Entonces volvió al sacerdote y le refirió que había entablado amistad con otra novicia. Pero a pesar de la indagatoria del confesor, la jovencita no dio el nombre de su amiga. El Padre José le ordenó que permaneciera toda la mañana en la capilla rezando el rosario hasta que sonaran las campanadas de las doce llamando al comedor.
Había llovido torrencialmente toda la noche y reinaba en el templo
una gran oscuridad.
De pronto la lluvia cesó y comenzó a aclarar. Mirella se asomó por la puerta entreabierta y contempló cómo las gotas pendían de las hojas de los árboles, cómo lucían lustrosas las flores del parque y, al levantar la vista se asombró al ver que se había formado el arco iris.
Muy conmovida por el maravilloso espectáculo, advirtió que se acercaba hacia el tempo, un joven que portaba en sus manos varios elementos.
A cada paso, se volvía para contemplar el cielo hasta que, finalmente entró en la capilla y subió al andamio Era el pintor que estaba haciendo un trabajo en la cúpula.
Ella volvió a su lugar de rezo. El pintor bajó de los andamios, se le acercó y muy amablemente le pidió que no se moviera. Contemplaba su rostro y, voz muy grave, le levantó el mentón y le pidió que mirara su rosario. La joven se estremeció y trató de tranquilizarse. Emilio bajaba periódicamente de la cúpula para acomodar el rostro de la novicia.
Cuando sonaron las campanadas, ella no se animó a decirle que debía irse. El estaba tan compenetrado en su trabajo, que no advertía el paso del tiempo. Ella se quedó inmóvil. Cuando Emilio bajó, estaba radiante de felicidad. La pintura había quedado hermosa, el joven pintor no cesaba de mirar la cúpula ,y de contemplar el rostro de la ocasional modelo.
Ella era muy delgada, tenía los ojos oscuros, que contrastaban con su cutis blanquísimo De repente, Emilio se le acercó, y muy conmovido, la abrazó y le dijo
¡Gracias! La joven sintió que su cuerpo un gran temblor y que su corazón galopaba. Pensó que esos días habían sido los más pecadores de su vida. Había acumulado los pecados de la amistad, y ahora los que no podía ni describir. Las cuentas del rosario delataban su temblor. La joven novicia se incorporó y esbozó una sonrisa mirando tímidamente los ojos de Emilio, que no cesaba de mirarla.
En ese instante, entró la Hermana Virginia que horrorizada, mandó a Mirella a hablar con la Superiora, que no la recibió porque estaba ocupada.
Mirella se encontró con Magdalena y llorando, le contó todo a su amiga, que no podía disimular su alborozo. No temas, le dijo, al mismo tiempo que le palmeaba la espalda
En el comedor, le tocaba a Magdalena dirigir la oración. Mirella estaba presa de una gran confusión. Por un lado, se sentía inocente, pero por otro lado, había experimentado un gran placer ¿Cómo haría para comulgar con tan horroroso pecado?
Ella quiso hablar con el Padre José, porque a pesar de sus sensaciones, tenía la convicción de que Emilio no había querido ofenderla sólo agradecerle haber podido realizar su valorada obra.
La imagen de Emilio no la abandonaba. Recordaba su sonrisa amplísima, sus ojos del color de aquel mar que ella tanto amaba, su cabello rubio y rizado...el torso robusto...su aliento...su abrazo.
Se respiraba en el convento una atmósfera de tensión. Hacía dos días que Mirella no confesaba ni comulgaba. Ella sentía el vacío de las demás novicias, excepto de Magdalena que, mirándola con complicidad, le entregó una hoja de papel muy doblada. La muchacha encontró un momento para leer el mensaje que le había enviado Emilio
Temblando, comenzó a leer las bellas palabras donde el joven le confesaba la hermosa sensación que le causaba su proximidad. Le comunicaba que había sido expulsado, pero que el portero era un amigo y los ayudaría. Le pedía que abandonara el convento para ser su esposa.
Mirella estaba sumamente conmovida; aprisionó el mensaje en el bolsillo hábito cuando fue citada par conversar con la Hermana Superiora.
Ante la máxima autoridad, debió escuchar los más duros reproches y fue informada que en la semana, en una ceremonia donde asistirían todas las novicias, se le comunicaría cuál sería su castigo.
Le ordenaron que permaneciera en su habitación, que compartía con novicias con las que no había cambiado palabra.
Mirella, con gran angustia buscó a su amiga, pero no la encontró Su hermana había ido a buscarla.
No pudo dormir en toda la noche. Cuando aclaró, se levantó y se dirigió a la capilla. No podía evitar contemplar la pintura. El aroma de los materiales utilizados, contribuía a revivir los momentos sublimes que había vivido hacía pocos días.
El portero la vio y se le acercó. Con un gesto de solidaridad le entregó un mensaje de Emilio en el que le decía que hiciera todo lo posible por llegar hasta la puerta. Allí él la estaría esperando en un carruaje; que confiara en su amigo, que la ayudaría a escapar.
Viajaron hasta Ancona, a un pueblo llamad Castelfidardo, donde vivía Magdalena y su hermana que los esperaban con ansiedad en una antigua casa frente al Convento de las Monjas Benedictinas.
Las campanas repicaron un mediodía luminoso del mes de mayo, mientras los vecinos caminaban presurosos hacia el templo.
Nunca se supo cómo el Padre José llegó a la iglesia instantes antes de la ceremonia, pero sí que fue él quien muy emocionado unió en matrimonio a los enamorados.
Los flamantes esposos salieron radiantes del altar tomados del brazo; mientras una música celestial los acompañó hasta el atrio, donde recibieron muchos saludos con augurios de felicidad.
La sonrisa de Magdalena resaltaba entre todos los presentes, cuando con mucho amor, esperó a sus amigos para estrecharlos contra su pecho.
La novia lucía esplendorosa con su impecable hábito de novicia. Ceñía su cintura una tela envolvente de seda que caía graciosamente a la altura del ruedo. Cubría su cabeza un enorme manto de tul sujeto con una pequeña corona de flores silvestres que su fiel amiga había prendido en su cabello, haciendo juego con un gran ramo que aprisionaba su mano temblorosa.

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